La tortuosa relación de la Argentina con el Fondo Monetario Internacional (FMI) se inició en 1956 por iniciativa del presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu. Desde entonces, Argentina estuvo “bajo acuerdo” con el organismo durante 38 años hasta 2006, cuando Néstor Kirchner canceló casi 10 mil millones de dólares de la deuda contraída en los años previos al estallido de 2001. Las “transitorias” asistencias financieras, fueron para el país, casi una norma, aunque las relaciones no siempre fueron carnales.
Cuando la balanza se inclinó hacia una mayor intervención del Estado en la economía, las presiones fueron asfixiantes. En 1966, la dictadura de Juan Carlos Onganía se sacó el corset, canceló la deuda y suspendió el acuerdo.
En cambio, hubo indulgencia durante los períodos de libre mercado como en la dictadura de 1976-1983 o en los últimos años del menemismo, cuando el país se encaminaba a una evidente crisis por el exceso de deuda y la inevitable caída en default.
Durante la dictadura de 1976, el Fondo se convirtió en garante del repago de 43 mil millones de dólares que fueron la herencia económica que después condicionó a los gobiernos democráticos.
Raúl Alfonsín recurrió cuatro veces al Fondo, Menem otras cinco y la fugaz alianza otras dos, incluido el Megacanje y el Blindaje. Eduardo Duhalde cerró un último acuerdo hasta que Néstor Kirchner rompió relaciones a cambio de recuperar independencia económica.
En ninguno de los períodos bajo el mandato del FMI hubo una real mejora económica y de los indicadores sociales.
Durante pequeños períodos pos acuerdos, se equilibran las variables que obligaron a pedir auxilio, pero a largo plazo, los efectos son contrarios. Lo mismo sucede con la pobreza, que siempre creció en igual proporción que los montos de los préstamos, hasta un insoportable 50 por ciento después del estallido de la Convertibilidad, sostenida por el placebo que inyectaban los mercados y el complaciente Fondo.
Hasta este 2018, la Argentina se había librado de la imposición de las políticas del FMI. Sorpresivamente el presidente Mauricio Macri anunció la vuelta al FMI. Fue apenas unas horas después de una cumbre con sus socios de la alianza Cambiemos para analizar la suba de tarifas y la corrida del dólar, en la que todos salieron a “ratificar el rumbo” y a negar cualquier problema.
Pese a contar en su equipo con Luis Caputo, el “Messi de las finanzas” y varios ministros de economía sin sillón, no hubo ninguna advertencia que previniera sobre el desenlace.
En un tono dramático Macri juró que pedía el préstamo “pensando en el mejor interés de todos los argentinos, no mintiéndoles como tantas veces nos han hecho”.
¿Qué salió mal? El “gradualismo” se sustentaba sobre cimientos poco sólidos: el endeudamiento externo y el ingreso de capitales especulativos para especular con la bicicleta financiera, alimentada por las exorbitantes ganancias de las Lebacs. Pero cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. La tasa de ganancia ofrecida resultó insostenible hasta para los propios especuladores. Era evidente que el exceso de endeudamiento desde 2015 junto a la masa de bonos locales significaba un coctel explosivo que más temprano que tarde, iba a estallar. Y ya no es culpa de la pesada herencia.
Nunca hubo lluvia de inversiones y los únicos dólares que ingresaron fueron de capitales especulativos. La suba de tasas en Estados Unidos terminó de desarmar todo el andamiaje financiero y obligó a buscar con urgencia el auxilio del FMI.
Ante semejante fragilidad, la corrida cambiaria iniciada en abril y que aún continúa, se llevó puestas el 13 por ciento de las reservas, depreció 25 por ciento el peso y elevó en 13,75 puntos porcentuales la tasa de interés de referencia real (LEBACs).
El acuerdo con el FMI busca tener un colchón para que no se repita la corrida o, al menos, que no haya una sangría excesiva en tiempos preelectorales. El problema es que el FMI pondrá condiciones. Es el réquiem del gradualismo. Reducir el déficit fiscal, recortar gastos y achicar el Estado, serán urgencias impostergables. La pulseada por las tarifas fue apenas una muestra. El Gobierno no puede ceder un ápice en su retirada de la patria subsidiada. El Estado se corrió y se correrá paulatinamente más. No habrá menos planes sociales, pero la inflación erosionará el poder adquisitivo y licuará el peso que le significan a las finanzas públicas.
El modelo financiero y no productivo, sin embargo, no garantiza que haya un mejor sendero para la economía argentina. Por el contrario, la caída de la actividad y el consumo, van en paralelo a un aumento del pago de la deuda y sus intereses. Lo que se ahorra en subsidios se va por la canaleta de las tasas. Nada indica que el FMI aportará “gradualismo” para cobrar. Grecia, el último país en recibir una asistencia similar a la que busca Argentina, tuvo que hipotecar empresas estatales, privatizar aeropuertos y universidades y reformar -al achique- todo su sistema de asistencia social.
Este nuevo escenario económico también pone contra las cuerdas a los gobernadores que en los últimos años imitaron el rumbo y salieron a “los mercados” a financiarse. Los bonos emitidos a un dólar a 17 pesos hoy están cuarenta por ciento más caros.
Misiones es una de las pocas provincias que no se ha endeudado y no tiene una exposición en dólares que pueda significar un flanco doloroso. Por el contrario, de los mil millones de dólares que se debían en 2000, el 95 por ciento estaba tomado en esa moneda. Hoy la ecuación es al revés. Apenas un cinco por ciento de la deuda está en dólares y representa menos del diez por ciento del presupuesto, cuando llegó a equivaler a dos presupuestos y medio.
Según la consultora financiera Moody’s, Misiones está en un lote exclusivo de provincias en orden. Durante el ejercicio 2017, reportó un superávit corriente de 2,570 millones de pesos –un 5.7 por ciento medido sobre los ingresos corrientes”, señala el reporte.
La provincia ahorra más, ya que bajó sus gastos al mismo tiempo que aumentó los ingresos. Y cambió el déficit corriente en el que incurrió en 2016, año de la recesión y la salida del cepo, por la vuelta al superávit corriente en 2017. Esto significa que en sus gastos operativos (antes de pagar deuda) Misiones tiene un excedente.
“El mayor crecimiento de ciertos ingresos corrientes (los recursos de origen nacional en un 35%) frente a los principales egresos (gasto de personal en apenas un 21%) motiva esta mejora en el superávit corriente”, explica el informe.
No es casualidad, sino la consecuencia de una política acertada de largo plazo. El desendeudamiento y vivir con lo propio.
Escribe Juan Carlos Argüello, director del portal digital www.economis.com.ar. Artículo publicado en la edición N° 36 de Revista ENFOQUE